Una lectura a Di Giacomo: Entorno a la teleología del «mal natural/social»


Referencia de la reseña:

Di Giacomo, Susan (2013). “La metáfora como enfermedad: dilemas posmodernos entorno a la representación del cuerpo, la mente y el padecimiento”. En: Àngel Martínez-Hernáez, Lina Masana, Susan M. Di Giacomo (Coords.). Evidencias y narrativas en la atención sanitaria. Una perspectiva antropológica. Tarragona y Brasil: URV y Redeunida. Pp.: 35-81.

Preámbulos:

Hay muchas complejidades jugando en el texto de Di Giacomo. Las primeras son puramente retóricas, si descontamos que la traducción non es del todo pulida –y hay gazapos-. Conforme íbamos leyendo el texto no quedaba del todo claro qué pretendía trasmitir la autora… quedaba claro que habían un puñado de textos que estaban deviniendo el campo de trabajo de la autora, pero por otro lado las referencias que usaba para “contestar”, por un lado no eran novedosas o distantes de la otra antropología cuya factura critica, y por otro también eran muy repetitivas.

Así pues ¿Estaba poniendo a conversar a un grupo heterogéneo de autores? ¿Qué esperaba “sacar” de ello? Pero la sensación final no es esa. Más bien parece que, en medio del haber mismo de la antropología, Di GAicomo optó por acercarse a un determinado debate que podía estar afectando y estar siendo afectado por otros elementos que desbordan propiamente el campo acotado. ¿Qué campo?

Basta con intentar clarificar algún enigma, y espero haberlo hecho en referencia a la controvertida cuestión de la relación cuerpo-mente en la enfermedad y su representación etnográfica.

Advierte la autora (Di Giacomo; 2013: 73) de forma clara, al final del artículo. Esta falta de claridad, nos parce, se debe al circuito para el cual fue preparado el artículo (véase «agradecimientos» en ídem.), y el ambiente en el cual se realizó; así, existe una respetable distancia entre la antropología que se estaba haciendo en Harvard entorno a los 90 y la antropología que un estudiante español de 2021 encuentra. El artículo se articula en torno a  dos ejes:

-          El dilema mente-cuerpo

-          Las figuras del “etnógrafo” y el “antropólogo”

Estos se presentan de forma semipermanente a lo largo del texto, si bien no se hacen explícitos hasta el final del mismo. Ello dificulta su lectura, más que nada porque uno tiene la “sensación” de reencontrarse con ciertos aspectos pero a su vez parce estar buscando describir dimensiones diferentes a cada folio que pasamos. En resumen, es un poco caos.

No obstante, también es compleja la profundidad del mismo: no siempre entendemos hasta qué punto habla mediante ella otro autor, toma en un tono sarcástico la afirmación de turno o está sencillamente dando su punto de vista. Es por ello por lo que, la escritura literaria, en el fondo, no se «traspasa» a la literatura científica de un modo tan alegre como han  pretendido ciertos “textualistas” –más bien exégetas-.

Acercarse a este texto, por motivos internos al texto –que van desde lo técnico hasta lo literario- y externos al mismo –mi formación, el circuito del texto, la visión de la propia autora más allá del particular texto, etc.-, es una tarea compleja. Por ello mismo, si bien procuramos siempre ser muy rigurosos, no podemos aseverar que ningún detalle se nos escape. La densidad de los debates establecidos en torno a la antropología a partir de la década de los 70 –la fantasiosa fecha de nacimiento de nuestra especialidad- es tal que no aseguramos no cometer omisión, fallo o confusión. Mentir no mentiremos, no podemos proponer mayor virtud que la sinceridad, nuestra sinceridad.

Siendo así de complejo el panorama, no nos justificaremos en la distancia o la dificultad del “otro”. Hemos procurado dividir este ensayo en 2 partes, la primera dedicada al dilema mente-cuerpo, la segunda a la cuestión del antropólogo y la etnografía. Nuestro abordaje, reconocemos, nos era peleantemente antropológico. Por un lado se requiere de filosofía, sin la cual los debates sobre epistemología y gnoseología serían infértiles –como lo son, efectivamente, tantas veces en manos de científicos sociales-, por otro hay debates que desbordan la propia antropología y nos obligan a reconocer que parte de nuestra conducta se desprende de “algo” que va más allá de nuestros despachos departamentales: un edificio y una lista de nombres no pueden limitar el desarrollo de la antropología. Los antropólogos leemos los periódicos, nos casamos y nos morimos –o enterramos a  los que amamos-. La historia de la antropología, la historia misma y la filosofía son los tres campos en los que vamos a jugar, y no obstante el que escribe, si bien puede ser un hombre polifacético – homo plures personas sustinet-, no se debate entre asumir el papel de un filósofo o de un historiador -¿Desde cuándo hemos asumido una supuesta naturaleza de histrión?-. Escribo como antropólogo: creo firmemente en el compromiso disciplinar sin llevarnos a ser ridículos academicistas ni esencialista que creen, como creía Severo Ochoa con respecto a la química, que la antropología –o los términos que usemos- lo expliquan todo.

A.      Mente – Cuerpo

El sujeto enfermo, de adulto integrado y funcional, pasa a convertirse en una simple colección de órganos corporales enfermos

Advierte la autora (ídem.: 53). En síntesis, ese sería uno de los grandes dilemas anatómico-prácticos de la medicina moderna, insaturada así desde las prácticas de Vesalio. Ello, efectivamente, llevaría a prácticas como la “organología”. No obstante ¿Opera en la actualidad la organología? Los conocimientos, por ser materialistas (Cfr. Harman y Pérez-Jara; 2022), se van sedimentando de modos y en lapsos de tiempo muy diversos. Hay conocimientos que aun en la actualidad operan y han sido muy antiguas en nuestra historia. Es así como, en ocasiones, se convierten en signos, símbolos o iconos.

Por tratar un claro ejemplo, pensemos en Pandora. Esa mujer –démosle el peso que requiere la palabra recién invocada-, a veces recubierta por sus sentimientos, por su ansia, por su voluntad de “saber”; en otras ocasiones condenada por su hacer, por su mal proceder, por el rompimiento factual de un pacto: por su pecado de abrir una caja. ¿Pero es cierta esta imagen tan natural? No. El matrimonio Panofsky (2020) dedicó uno de sus más lúcidos volúmenes al estudio de esta figura. Como los autores se dedican a desmigar con todo deleite, Pandora no ha sido inmutable. Por comprenderlo rápidamente: en cuanto a la prohibición,  “en ninguna de las fuentes clásicas se menciona una prohibición formal a abrir la vasija” (ídem.: 29); la caja no formó parte de su icnografía –la forma de representar gráficamente un icono que puede darse en otras dimensiones-, “no podemos esperar una representación del pithos de Pandora en el arte o en la literatura antes del final del siglo XV” (ídem.: 43); e inclusive en cuanto a su renacimiento dentro del marco general del Renacimiento europeo se preguntan “¿Cómo explicar que, en contraste con tantos otros caracteres mitológicos, jamás aparezca en el arte medieval, reapareciendo –a la manera de un verdadero hecho renacentista- en Francia y no en Italia?” (Ídem.-: 27). Como resuelve el matrimonio, no podemos tanto hablar de Pandora cuanto de Pandoras.

Con respecto al cuerpo sucede algo similar, si bien no igual, pues el cuerpo no es un signo, pese a que pueda operar como tal, siempre en relación a otros determinantes que ayudaran a  definir de qué se trata y cómo es. A su vez, ni el cuerpo ni la idea son respectivamente campos aislados que agoten un signo o una metáfora. Es así como las criticadas Sheper-Hughes y Lock proponen que:

Reducir estas metáforas a «enfermedades» de la mente o el cuerpo es, argumentan, una distorsión similar al imaginario estigmatizador [oncológico]

Cuando DI Giacomo (2013: 49) asevera esto lo hace viendo aquí un exceso de metaforización, y pone en el otro lado, de la imaginaria balanza, la inframetaforización del famoso texto de Sontag (2014a) La enfermedad y sus metáforas.

Si bien el debate entre ambas nos parce formidable, y la intercesión de Di Giacomo es la que justifica por entero el artículo, no deja de ser notorio que, de facto, no necesitaría ni hablar de estas dos autoras para tratar los dos ámbitos amplios que iba a bordar en este artículo. Más bien, se encuentra in media res, como iniciábamos. Este es un debate pasajero, pero se entreteje en un material que desborda esta mera aportación.

En ambos casos, la idea del “fenómeno” y de su “mediación” están en el centro del debate como al yema de un huevo: esperando a reventar, mientras brillan y se sostiene a si misma de un mdoo casi fantasioso. Di Gaicomo, así, critica el enfoque de la “antropología médica crítica” de Shefer Hiugs y Lock por exceso de metáfora, a la vez que critica el realismo absurdo de Sontag: “la enfermedad es enfermedad”. La autora se pone así de lado del posmodernismo de Geertz, de Rabinow y otros autores que van dando color al texto. Así, como es bien sabido, la posmodernidad intenta dar respuesta a esa dicotomía kantiana entre el fenómeno y el noúmeno quedándose con un análisis, at infinitum, del proceso de “mediación”[2]: vivimos en una mediación perpetua de textos, discursos, instituciones, rituales, símbolos y signos… iconos como los de Pandora.

Lo que sí estamos legitimados a reivindicar es nuestra capacidad de percibir lo que los otros perciben «por medio de» o «a través de» (Geertz, 1983: 58; 1994: 76): las representaciones y categorías locales a través de las cuales se construye la realidad cotidiana.

(Di Giacomo; 2013: 40)

Así, la autora ha articula un problema epocal, el kantianismo aberrante de nuestra era, con los métodos de la antropología para representar[3] los sufrimientos de la gente. Como veremos en el segundo bloque, esto afecta críticamente a su abordaje. Así, la relación cuerpo-mente abre, de forma constante, la puerta a la otra gran problemática de fondo. Hay una relación de reciprocidad semipermanente.

a.        Mayor pluralidad

Pero primero hemos de abordar las problemáticas del cuerpo que la propia autor presenta u omite.

En primer lugar, tanto la biomedicina como las relaciones sociales en el capitalismo tardío se representan en la aproximación de Scheper-Hughes y Lock como monolíticas y uniformes, lo mejor para poder condenarlas de manera sistemática.

(idem.: 64)

Así pues, en relación al entorno del cuerpo, y en especial en procesos de salud, no puede darse por sentada una definición no únicamente finalista de “salud”, sino inclusive procesual. Y aquí, reiteramos, la noción de “idea” no opera como en filosofía, para el antropólogo la «idea» es perfectamente encarnable sino es que se exige así (Boixareu, 2010). La realidad es plural, y así mismo se nos muestra el capitalismo –cuantos han olvidado la distancia entre Weber y Sombat- y la biomedicina. El capitalismo se da en procesos localizados y en otros globalizados o globalizantes.[4] Las respuesta que se pueden dar son muy diversas, pero ya no hablamos aquí de las crisis de la salud personal, sino inclusive de aspectos bien palpables como los recursos naturales, el trabajo, la familia o la tierra.  Di Giacomo pone el ejemplo de Cataluña con respecto al modelo Estadounidense, lo cual es probable sea más que desafortunado ya que falta todo un estudio de contexto para ello (por ej. Gallego, 2003), si bien no merece la pena entrar a ello ya que más bien habría que revisar otros artículos suyos. Pero recuperando esa relación es más interesante la propia noción de un Norte global que no es tal –muy probablemente porque de base ¿Quién dice lo que es el Globo?-. Cataluña puede ser el norte de un sur (de todas las regiones, que no países, hispanas del mundo), pero a su vez ella misma, al erigirse como tal, contiene sures. Como le explica un informante a Franquesa (2020, 86):

Nuestra tierra representa el sur de Cataluña, con todos los significados de la palabra sur. (…) La voluntad que expresamos es la voluntad de ser y de existir. Nosotros lo llamamos dignidad ebrenca. También somos catalanes y el territorio en el que vivimos es el patrimonio de las generaciones futuras. Lo que cuestionamos es, en el fondo, el modelo territorial. La concentración de recursos e infraestructuras en las grandes ciudades condena a la pobreza y a la despoblación a las áreas periféricas, y esto se tiene que acabar (Tomàs, 2002: 8-9).

Pero ante tanta diversidad… ¿Cómo podemos testimoniar un cierta homogeneidad/continuidad en formas de curar, lenguajes, rituales de vestimenta y decoración, tecnicismos y métodos quirúrgicos, dermatológicos o de visionado del cuerpo comunes? La respuesta es que, si bien puede construirse un discurso epidemiológico muy rico:

El conocimiento epidemiológico sobre el nivel de riesgo de las poblaciones es medicalizado en los encuentros clínicos

(Di Gaicomo, 20: 56)

Es en este espacio donde se da una hegemonía predeterminada, una predistribución de roles por la que un médico puede llegar a firmar:

Siegel afirma conocer a sus pacientes mejor de lo que ellos se conocen a sí mismos

(Idme.: 60)

Es por ello por lo que una antropología médica critica, holística o, si se quiere, “consciente” es aquella que busca:

[…] entender los significados construidos por el sistema médico en sociedades radicalmente distintas a la nuestra, con objeto de criticar la estrecha lectura biológica del trabajo cultural que da forma a la mortalidad y el sufrimiento humano.

(Good, 1988 en Di Giacomo, 2013: 46)

Así, lo biológico, si llega  insertarse entre los significados –¿Como significante?- de la enfermedad, el malestar, la afección de algún órgano o área, es porque existe un marco donde ello puede hacerse, realizarse. Así, el trabajo, la finalidad de la antropología es, como decía Aguirre Baztán (1983) en el panegírico a Esteva Fabregat:

El médico y el psicólogo tienen un modelo de normalidad; el antropólogo conoce el modelo de humanidad, conoce la identidad cultural de los pueblos y puede aplicar estos modelos (…) a todo diseño de trasformación y cambio social

(en Ronzón, 1999: 82 nota)[5]

No podemos afirmar hasta qué punto estas líneas coinciden propiamente con la docencia del maestro, pero es alarmante que semejante simpleza (ídem.) fuera inclusive anterior a la de Good. Si bien pueden parecer distantes, en el fondo no lo son. No podemos aquí reconstruir una historia de la antropología de la salud española, la cual implicaría incorporar muchos antecedentes, algunos muchos más indefinidos en su identidad. Pero si es notorio que 1) Esteva Fabregat es para muchos un antecedente de la antropología contemporánea española –y eso que no sobreviviría en extenso a Panyella o Caro Baroja-[6], 2) que si este tiene dicha consideración es por su importación de modelos “punteros” de América –un tropo común a la hora de reconstruir las historias  de la antropología española, donde cada cual busca un origen místico de su particular haz de corrientes teóricas-, y que 3) en ambos casos se realiza por igual lo que Gustavo Bueno (1981) en un polémico pero olvidado libro llamaría “ilusión etnológica”.[7]

Pero, ese campo que desborda al hombre, pero desde la humanidad, para abordar al hombre tiene tintes metafísicos. Es así como cobra pleno sentido la proporción de Scheper-Hughes y Lock (1987: 30):

una nueva epistemología y metafísica en torno al mindful body y las fuentes emocionales, sociales y políticas de la enfermedad y los procesos de curación

(en Di Giacomo, 2013: 49)

Sorprende aquí la ausencia de un aspecto tan fundamental como la dimensión ecológica de la salud, por otro lado nada desvinculado de dicha metafísica como es buena muestra el volumen de Toledo y Barrera-Bassols (2008), donde se advierte que la memoria “es, por lo menos, tripe: genética, lingüística y cognitiva” (ídem.: 13). La genética, la epigenética, la ecología o la climatología son elementos ausentes, radicalmente ausentes en los análisis, no Schper-Huges y Lock sólo, tampoco sólo de Sontag, sino en las tres por igual. Para las tres, al final la enfermedad se puede metaforizar de mil maneras, pero el gran punto de tensión es el cuerpo entendido de inmediato como sinónimo –natural- de self, los debates en torno a la persona o el humano se ausentan, aquí como en tantos otros sitios de la antropología española. En todas ellas el cuerpo no es nada más que el uso que se haga de este: bien por una enfermedad, bien por «la clínica», bien por las biomedicinas o bien por los self –mismedades[8]-. Toda una pluralidad de “manos invisibles”, que pueden reunirse en una metafísica, sin lugar  a dudas, si no fuera porque ya existen muchas que se están obviando de fondo.

b.       Mayor complejidad

Di Giacomo (2013: 61), claro está, se pregunta sobre qué aporta el análisis literario de la enfermedad ante una idea límite: “la muerte”. Me parce, particularmente, apasionante esta idea. Yo mismo sostengo que buena parte de la epidemiologia cultural y la crítica cultural de la antropología médica, sencillamente, no puede hacer nada con un hecho –además irreversible- como la muerte. Como veremos más adelante esto e debe al humanismo vacuo, ya visto en Good y Aguirre Baztán, donde al final el antropólogo, no es ni más ni menos, que una antropocentrista para describir al hombre y su humanidad –o los hombres y su humanidad o al hombre y sus humanidades, o pónganlos ambos en plural-.

Pero ello mismo le hace reconocer la noción de “zombificado” que se da en este sentido a muchos pacientes –sean o no inquietos-. El SIDA es el mejor ejemplo de lo que, citando la autora a Daniel Harris, llama “meta-muerte”. El sujeto, entre la inoperatoriedad bajo el orden hegemónico de la clínica, y una infinidad de metáforas que o bien niegan su agencia o bien terminan siendo aplastados por la agencia que busca devolver Sontag.

Al revisar la cuestión de la muerte y la antropología nos podemos encontrar un volumen clásico: la Antropología de la muerte de Louis-Vicent Thomas (1983), publicado en 1975 en Paris. El volumen es extenso, y por lo que nos parece sin igual en la literatura antropológica en cuanto a  trabajo de síntesis general –efectivamente la muerte ha ido renovándose en los diversos trabajos etnográficos, también de la mano de historias sociales como al reconocidísima de P. Ariès o abordajes de tipo psicológico (por Ejemplo Domingo, 2009) -. Lo interesante de esta obra, si bien podría ser mucho más, es –para el caso- el inicio de la misma. Thomas (1983, 19) dedica su primer capítulo a la “Muerte física y muerte biológica”, y cita a, nada más y anda menos, Buffon: “La muerte, este cambio de estado tan señalado, tan temido, en la naturaleza es sólo el último matiz de un estado precedente” (en ídem.).

Este inicio, seguramente, pondría el vello de punta a cualquier exégeta de la antropología de la salud y la enfermedad, quienes deben operar siempre con la predisposición de que el sujeto, informante, actante, llamémosle X está vivo, o cuanto menos no muerto. Es decir, no estamos ante un cuerpo sino ante un sujeto agente. Este dilema, más que comprensible, no obstante, lleva a negar una dimensión extrasocial y extracultrual de aspectos como la muerte o la enfermedad. El título que aquí nos congrega se opone radicalmente al análisis que, de forma efectiva, realiza Di Giacomo donde se pierde en constantes debates sobre retórica, léxico y registro de «el lenguaje médico»: “En la práctica discursiva oncológica la rara utilización de verbos en voz activa sale reservarse para informar del fracaso del tratamiento” (Di Giacomo, 2013: 58).

Nadie niega aquí la relevancia de lo que la autora demarca, pero es evidente que, ante todo, niega la complejidad de dichos procesos al resumirlos a una categoría discursiva, no operacional quirúrgica. Algo similar ocurre en otros textos clásicos. El mejor ejemplo de ello es el célebre artículo de Emily Martin (1991) sobre las metáforas del “huevo” embrionario como sujeto pasivo de las narrativas entorno a  la reproducción/progeneración[9] humana en los manuales de medicina. La autora se encuentra en un constante análisis discursivo, a veces incluso parece que el esperma y el óvulo sean literalmente personas –casi como las “personitas” que se sostenía existían según los defensores de la «preformación»-. Recuerdo también ahora a Serena Bridgidi diciendo en una clase que “ser persona es un rol social”… Confluyen análisis, afirmaciones y, ante todo, métodos de trabajo. Estos, en tanto que la “etnografía” se dedica a “testimoniar a las personas” –según Di Giacomo-, parce, es importante.

c.        Persona vs self

Y es que es la agencia del sujeto, pero también el retrato de esta misma hasta su mayor intimidad, las que configuran la disputa de fondo, de la practica etnográfica hasta la curativa de los modelos médicos –o incluso de la antropología según Schefer-Huges (ver la “Introducción” de 1997)-. El modelo medico hegemónico (Menéndez, 2005) “descansa sobre una concepción a histórica y desocializada del individuo” (Di Giacomo, 2013: 51), siendo así que este «champiñón»[10] antes que tener una cultura natural tiene más bien una personal. El mejor ejemplo de esto se da con el SIDA:

[…] cuyo poder de decisión –la base de su libertad- parce idealmente fundado en la capacidad de procesar críticamente información y combinar alternativas con vistas a la prosecución de sus fines.

Es ejemplar, nos parce, esta descripción en primera persona de Cardín (1991: 10) –algunos lo reclamarían como antecedente de la «autoetngorafía» para dilatar falsas genealogías “epistemológicas”-. La postura que toma Cardín frente al SIDA es publicar este volumen, junto a algunos otros. Parce ser que el “autoflajelo” no tiene por qué ser una opción inmediata para el paciente, inclusive cuando se da el caso de que el mismo asume –de forma crítica- que el paciente debe ser capaz de moverse en un campo donde se le van a dar diversa opciones desde el conocimiento clínico, el místico y otros.

Por otro lado, esa agencia del cuerpo individual, pasa a la del cuerpo social. Di Giacomo critica que, desde la perspectiva del doctor Berne Siegel: “El buen salvaje es también, parce ser, un salvaje sano” (Di Giacomo, 2013: 55). Estas condiciones de estrés, esa incapacidad de la persona por mantener su serotonina en calma, señala a un plano de “mal social” donde social no se opone tanto a “natural” cuanto a “individual”. Pero es así interesante que, en realidad, el mito del buen salvaje sigue constituyendo un horizonte para “el buen civilizado”, es así comprensible que la salud “como sistema de valores se ha incorporado al discurso de la políticas públicas de tal forma que se ha convertido en una nueva obligación cívica” (ídem.: 56). Así, el ciudadanismo tan brillantemente criticado por Delgado (2006), asume que “el self –el agente de conocimiento- se entiende como un elemento autodterminado, separado de la sociedad y separable de sí mismo” (ídem.: 57). De igual modo, si como critica Agamben (2008, 47):

Les societats contemporànies es presenten així com cossos inerts travessats per processos gegantins de desobjectivació als quals no s’hi correspon cap subjectivació real. D’aqui l’eclipsi de la política, que pressuposava subjectes i identitals reials (el moviemnt obrer, la burgesia, etc.), i el trionf de l’oikonomia, es a dir, d’una pura activitat de govern que no pretén res mes que reproduir-se.

Es lógico que dichos procesos de búsqueda de salud se articulen mediante el identitarismo propio del Postcapitalismo: “un proyecto de trabajo identitario” (Gordon, 1988: 36 en Di Giacomo, 2013: 57). De igual modo, tiene sentido  que dichos grupúsculos identitarios garanticen la “liberación” de sus -internamente- sujetos o activistas. Es así como llegamos a otra contradicción más del texto:

La «práctica etnográfica» debe llegar a significar no solo trabajo de campo o elaboración de textos científicos, sino también una determinada manera de vivir nuestras vidas.

(Idem.: 72)

Y frente los que pudieran criticar esta movilización de “capricho burgués” o de “actividad pequeñoburguesa” la autora nos recuerda la importancia de movimientos como el feminismo o el activismo LGTBI. No obstante: es justamente este ejemplo el que muestra a todas luces como Di Giacomo es tanto o más continuista que Schefer Hughes o Sontag en sus postulados.

Por un lado hablemos primero de los circuitos identitarios que el capitalismo permite formar y reproducir. Como recuerda Marvin Harris (1984: 111):

La pareja Norteamericana «normal» se encontró de repente conviviendo con una segunda sociedad homosexual, un mundo social discriminado y paralelo que había surgido en todas las grandes ciudades y en muchas de las más pequeñas, que abarcaba a varios millones de hombres y mujeres y a cientos de organizaciones y empresas valoradas en miles de millones de dólares. […]

El rasgo más significativo de la comunidad gay es lo que el investigador John Lee llama su «completa capacidad» institucional: el hecho de que actualmente los homosexuales liberados pueden desenvolverse en su vida cuotidiana utilizando exclusivamente empresas y servicios dominados directamente por homosexuales o dedicados a sus necesidades.

Esto a su vez explica los problemas del demonificado[11] “lobby LGTBI”. Se termina por hacer una lectura esencialista del “activismo” posmoderno, donde se niegan los circuitos infraestructurales que permiten las dinámicas que percibimos. El capitalismo, en tanto que tal, permite generar estos circuitos de “consumo responsable” o “critico”. Y estos mismos circuitos también se produce al momento de “pensar” lo social, como muy bien ha denunciado Alison Phippps (2020) en un libro polémicamente titulado Me too not you. The Trouble with Mainstream Feminism. Más concretamente en relación a las falsificaciones académicas, las que por ejemplo denunciaba Emilly Martin en el citado artículo más arriba, podemos regresar a otro libro de Cardín. En este caso hablamos de su clásico Guerreros, chamanes y travestis (1984), un libro, para sorpresa de pocos, desaparecido de los estudios antropológicos vinculados con el feminismo, la homosexualidad o lo trans, más aun de los programas universitarios sobre el tema –ni Lourdes Méndez (2009) ni Beltran y Maquieira (2001) lo citan-. Como advierte, las muestras etnográficas:

[…] pasaron a  ser loci de todos los conocidos, que venían a añadirse a las historias universalmente sabidas del «amor griego», para configurar una especie de retablo, que fungía a la vez de justificación y fantasmal acicate, con la garantía de una ciencia social de prestigio creciente, cual es la etnología.

La imaginería «getho-céntrica» y el afán recuperador y justificatorio priman de tal modo en al constitución y ampliación de este canon que las noticas sobre casos de homosexualidad lejana en el tiempo o en la distancia no resisten en la mayor parte de los casos la prueba del contraste.

(Cardín, 1984: 18)

Y sigue una revisión de la bibliografía –en varias lenguas- sobre el tema. Estos delirios, de forma efectiva, se prolongan hasta la actualidad donde un grupo de historiadores (Spencer-Hall y Gutt, 2021) pueden aseverar la vinculación entre el activismo Queer y las hagiografías medievales. En lo personal, por mi si se sustituye la desgraciada e innatista o cientificista ética del superhéroe por la más procesual del santo –en especial como al describe Escribá de Balaguer- todos salimos ganando. En lo profesional, y como amante de la historia, me desgarra el alma ver semejante esputo[12].

Tampoco negaremos que las otras dos autoras forma parte de este tipo de dinámicas, pero, por un lado Scheper-Hughes es relativamente radical en sus postulados, aunque sean tomados de al teología de la liberación[13], por otro lado, Sontag a  fin de cuentas, tiene un trabajo más amplio que muestra cómo el dilema entre representación y objeto es el epicentro de sus investigaciones: es una autora que ha dedicado algunos de sus más importantes textos a algo que evidencia esto como el arte de la fotografía (Sontag, 2014b). Por ni hablar de que Sontag no es antropóloga de formación. Así, por mucho que podamos suscribir su crítica a la continuidad “etnoepistemológica occidental” de Scheper-Hughes y Lock que les lleva  decir un absurdo como que “los síntomas se escogen” (Scheper-Hughes y Lock; 1987: 31 en Di Giacomo, 2000: 63), en ningún momento propone ninguna “salida”, no rompe el tablero de juego que suelo decir, solo lo replantea en función otro modelo teórico –ni explicativo, solo descriptivo-.

B.     Etnógrafo o antropólogo.

En este segundo bloque querernos retomar el segundo gran problema elaborado de fondo por DI Gaicomo a lo largo de su ensayo. Dado que esta segunda dimensión, aun siendo fundamental, nos habla más del método que del análisis propiamente dicho que ha quedado ya abordado, creemos que deberá quedar recortada –también para cumplir con los límites de extensión-.

En realidad, como ya advertíamos antes, la dimensión de la persona y su agencia y su implicación en el entorno –a la vez que la implicación del entorno en la persona- son un elemento nuclear del cuestionamiento sobre la enfermedad y, en especial, sobre el enfermar. Pero esto mismo se encuentra de fondo en relación a la etnografía y el antropólogo que la escribe y reescribe una y mil veces a lo largo de su carrera –primer aspecto que Di Giacomo ya no asume-. Hemos procurado ir salpicando de muestras sobre esta problemática en el anterior apartado, para que así al lector le sea más natural –una naturalidad que nosotros construimos retóricamente- la articulación entre el primer y el segundo bloque.

Dicho esto, al trapo. Para Di Giacomo (2013: 68) “[…] tenemos la obligación como etnógrafos –«escritores de la gente»- de «descentrar nuestra propia confianza narrativa en sí mismo para que esté lo menos saturada posiblemente del poder dominante»”. Así, ya empieza con una noción etimologista de lo que es la etnografía, lo cual le lleva a abandonar la dimensión pragmática: ¿No dibujan los etnógrafos? ¿No graban las entrevista? ¿Qué es el cine etnográfico? El concepto “grafos” no tiene la misma etimología que el de “logos”, este segundo sí que asociado al discurso. Cuando leía esa definición, tan extremadamente dada por sentada, pensaba en la colección de ethnoGRAPHIC: Ethnography in Graphic Form publicada por la University of Tornto Press desde 2015. Pero esto, ante todo, lo tomo con más humor que otra cosa –aunque con seria contundencia-. Sería injusto que una rama tan recientemente iniciada –igual con el libro de Causey (2016) - echara por tierra un artículo de principios de los 90. Lo cual no quita que este fuera reeditado en 2013, y tendría que haber sido revisado.

Siguiendo, esa mismedad negada, reproblematizada, supuestamente se hace mediante la etnografía. Aparece que la etnografía sea un «dispositivo» -concepto fetiche de los foucaultianos- reflexivo, en el sentido del clásico artículo de Stavenhagen (1971) desde nuestro punto de vista. Así opta por la definición de finalidad etnográfica que da Zulaika (1988: 350) –otro antropólogo anglosajón que etnografía el sur desde sus privilegios para recordarnos la lucha contra los privilegios-:

una etnografía exitosa debe por sí misma llegar a ser un dispositivo que facilite el distanciamiento y apunte la ‘otredad’ de nuestra experiencia, la del etnógrafo incluido, en los límites de nuestras propias construcciones culturales. Llevando a cabo este tipo de interpretación, el antropólogo invita a su propia cultura a comprender y cuestionar el papel del nativo.

(en Di Giacomo, 2013: 70)

Como criticábamos antes, el mayor punto de crisis es la ausencia de pluralidad etnográfica –se etnografía de modos muy diversos y más aún desde una retrospectiva-, al igual que una simplificación interna: ¿Cuántas fases tiene una etnografía? ¿De cuantas formas puede realizarse? ¿El antropólogo solo hace etnografías? ¿El antropólogo y el etnógrafo son lo mismo o no?

¿Qué es etnografiar para Di Giacomo?

La autora, como ya hemos indicado, opta por un textualismo –exégesis- posmoderna:

La concepción cognitiva de cultura como un conjunto de categorías, símbolos, signos, y las interrelaciones que las unifican en un sistema lógico y coherente, está siendo sustituida por el interés en los significados no inherentes en sino evocados por los símbolos culturales […]

(idem.: 39)

 Tiene su encanto que cite  Sanger para acto seguido… ¿Clasificarlo? Denostarlo:

la crítica de Sangren (1988: 411) al posmodernismo —«si la autoridad textual fuera tan eficaz como algunos críticos literarios creen, los escritores podrían ser reyes»—, también indica un punto de vista extraordinariamente tradicional de la empresa etnográfica.

(Ídem.: 69)

Y aquí el concepto clave es “tradicional”. Llobera (1999) ya hizo más que una brillante critica al textualismo posmoderno que no vamos a superar en estas páginas. Lo que es interesante es la consideración de Di Giacomo: ¿A qué tradición antropológica se refiere?

Hasta muy recientemente, la estrategia habitual para reflexionar sobre las experiencias en el trabajo de campo fue escribir un diario etnográfico en primera persona separado de la tradicional monografía etnográfica realizada a partir de los datos obtenidos en nuestra investigación.

(Di Giacomo; 2013: 72)

a.       ¿Cuál es la historia de la antropología?

Lo primero de todo es negar la mayor: la etnografía tradicional nunca simplificó del modo que se acusa la epistemología dada en el “trabajo de campo”, lo cual no quita que la sociología operante no estuviera en primer plano, si bien en esto último también cabe alarmarse ante la incapacidad de tantos profesiones de discernir claramente entre antropología y sociología –les invito  a que pregunten a cualquier grupo de estudiantes, o a que revisen al bibliografía citada por tantos antropóloga actuales o que vean cuantos cursos de etnografía y métodos cualitativos son dados por sociólogos y no antropólogos-.

Veamos un claro ejemplo. Llobera, autor de muchos libros fundamentales para la antropología española, editaría a final de los 70 un compendio fundacional para la antropología española contemporánea, éste llevaría el título, ya provocativo, de “La antropología como ciencia”. En este volumen leemos:

Por el hecho de que pone en juego tanto a la persona del investigado como la del informador, la relación etnográfica puede considerarse desde el punto de vista tanto del uno como del otro: esta perspectiva doble, en que la poción de uno dicta la del otro, y viceversa, condiciona la ordenación misma del libro

(Panoff; 1975: 83)

Y en este sentido, aun en Panoff había más brillantez que en los análisis posmodernos, el mejor ejemplo de esto se encuentra en el supuesto pope de la etnografía moderna, Malinowsky.

Cuando empecé a estudiar antropología la profesora Gemma Celigueta nos hizo comparar dos etnografías clásicas –las que quisiéramos-. Yo escogí “El crisantemo y al espada” y, por otro lado, la obra más canónica que conocía en la época. Rápidamente notará el autor la cantidad de inmensos matices que pueden sacarse de cada etnografía para ver que esa supuesta “tradición” unívoca de la etnografía no es tal, ni tan siquiera en lengua inglesa. No obstante, centrémonos ahora en Malinowski.[14]

Malinowsky no escribió en su dilatada vida solo “The argonauts”. Como muy bien analizó Stocking hay todo un seguido de refinados recursos retóricos, al igual que elementos contextuales que influyeron en el cómo se escribía la obra. No obstante, lo más importante no es solo el cómo se escribe, estilística, retorica o formalmente. Hay algo aún más importante: ¿Por qué Malinowski no escribió todas sus etnografías del mismo modo? Para ello resulta muy interesante la comparación entre el trabajo inmediatamente anterior a Los Argonautas y este mismo como hace Arturo Álvarez:

La práctica etnográfica de Malinowski en las Islas Trobriand tuvo seis diferencias cruciales en comparación con su trabajo anterior en Mailu.(1) En Kiriwina vivió durante un largo período de tiempo entre los miembros de la comunidad que estudió; (2) enfocó su investigación sobre unos pocos temas específicos; (3) estudió a los trobriandeses en su forma de vida presente y no en el pasado; (4) aprendió la lengua vernácula; (5)[15] incrementó el número de sus observaciones sobre la vida cotidiana y las instituciones nativas; y (6) cambió su estilo de escribir los informes.

 (Álvarez Roldan; 1994: 84)

 

Lo que nos propone Álvarez en su artículo es que los cambios de Malinowsky en la proyección de su trabajo no se deben a cambios en aspectos biográficos i en su formación académica, sino, básicamente, a “una serie de cambios en el comportamiento de Malinowsky en el campo” (ídem. 94); es decir: no es la metodología que determina el comportamiento del antropólogo en las isla Trobriand, sino que debido a unas circunstancias determinadas en la praxis se ve obligado a cambiar su epistemología o lo inducen a ello. Esto lo llevaría a enriquecer la metodología etnográfica mediante 1) la observación participante y 2) la formación del texto resultante en un sentido argumental.

Malinowsky, no es ni mucho menos la cuna de la etnografía moderna. Más bien, como indica Álvarez (idem.) es la actual coyuntura académica y que lleva desarrollándose desde la IIª Guerra Mundial la que incita dicha interpretación –en especial esa hegemonía que por mucho que se reflexione críticamente no deja de estar en Harvard, Cambridge y Ámsterdam-. Esto en cuanto la genealogía preasumida. Ahora la otra gran cuestión es: ¿Ha sido siempre la antropología una disciplina dada al lejano exotismo?

Los más de los antropólogos recordarán de inmediato a los célebres “antropólogos de sillón”, muchos de ellos juristas o médicos o sencillamente excéntricos como lo fue en España el doctor Velasco. Otros se acordaran de los estudios sobre campesinos que empiezan hacerse con la gran urbanización posterior  la II Guerra Mundial y que, evidentemente, coincide con la caída de los viejos imperios. Pero podemos ir  algo aun más básico, e intermedio de estas dos épocas normalmente narradas.

En el brillante volumen editado por María Catedra (1991), repleto de breves historias de la antropología de y para España, encontramos un brevísimo artículo de Julio Caro Baroja (1991) donde ubica en la obra de Telésforo de Aranzadi y Luis de Hoyos el “primer manual de Antropología cultural y social, debido a autor español” (ídem.: 28). Hay quien podría acusarlo de beneficiar a un maestro, cosa de la que yo acuso a muchos genealólogos de la antropología española. No obstante, el hecho de que su tesis doctoral (1889), El pueblo euskaldun[16], fuera “premiada poco después con la medalla Paul Broca por la Sociedad Antropológica de París” (Goicoetxea, 1994: 100) da un criterio exógeno al chovinismo y la filia alumno-maestro.

Cojo el pequeño volumen editado en 1917 dentro de la colección de “Manuales Corona”, entre los Heterodoxo de Menéndez Pelayo y La formación de la leyenda de Van Gennep –un facsímil de la ed. del 14-. Mi abuela, de mediados de los 30, me recordaba que ella estudió geografía de un manual de esta colección. La edición es preciosa, ricamente ilustrada hasta la portada misma. “Etnografía. Sus bases, sus métodos y aplicaciones a España” se lee sobre los nombres “L. de Hoyos y T. de Aranzadi”, nombres cuyo orden se invierte al abrir el libro. Hay muchas cosa que pueden sorprender a un estudiante de antropología recién egresado de nuestras facultades al coger este texto.

El primero es la radicar crítica al cognitivismo que ya realizaran de Hoyos Y Aranzadi (1917: 12) al afirmar que “muchas cosas culturales se hacen sin hablar, y hasta sin pensar con palabras”, pues “la mano hace al hombre antes que la lengua” (ídem.: 13). En este sentido, Aranzadi y de Hoyos no es que necesariamente sean unos visionarios, sino que, por un lado, el descubrimiento unos 30 años antes de Altamira y otras obras rupestres ha abierto el horizonte a la idea del “primitivo artista”, y por otro lado, el naturalismo –elementalmente alemán- es el marco formativo del cual parten nuestros autores, en especial Aranzadi.

Así, los autores consideran “la etnografía como ciencia natural, el método objetivo comparativo” (Idme.: 10). Pero lo interesante es que dicho comparativismo no lo hacen desde una noción abstracta del “bárbaro” donde este se encuentra en lejanas y exóticas sociedades –otro mito que unifica los Gran Tour ilustrados con la etnografía ignorando vínculos previos y alternativos-. Dicen:

Pero así como hay pueblos sin historia, hay también una parte de las manifestaciones culturales de los pueblos históricos que no está contenida en la historia; […] esta parte es objeto de la etnografía, ciencia que, por tanto, no puede desentenderse de estos pueblos en sus problemas. […] El escollo que se debe evitar es el de confundir la evolución aparénteme lógica con la cronología positiva (idme.: 11).

Con este brevísimo fragmento ya podemos bien rápido ver que toda esa supuesta etnografía hecha al servicio del colonialismo, dentro de una lógica estatal moderna –jacobina- donde todos los laureles son para un puñado de grandes urbes sin importar los efectos locales, o esa idea del lejano antes que extraño o extrañado “exótico” que a su vez juega entre el “salvaje” y “el buen salvaje” no es tal. Los autores probablemente partieran con ventaja: en el capítulo IV (idme.: 57-74) los autores discuten prolongadamente eso de que “África empieza en los Pirineos” –reformulado en al actualidad según algunos como “Àfrica comença  a l’Ebre”-. La posición sureña de España dentro del marco europeo sostenido desde la invasión napoleónica hasta la actualidad es algo que, por un lado ignoran muchos antropólogos españoles que hablan de una hegemonía que nunca han poseído y, por otro lado, permitió a Aranzadi y de Hoyos relativizar esa frivolidad de que el bárbaro es el lejano, el incomunicado.

Muchos de los detalles sobre estos debates los había olvidado. Pero hace poco volvió a mi mente el concepto de “realismo etnográfico”. Ello se debió a la lectura de un monográfico –que por cierto, compré a Gemma Orobidg- del Arxiu d’etnografia de Catalunya (nº 7, 1989). En él hay un artículo de Comelles (1989) donde reflexiona sobre el trabajo de campo en antropología de la salud. Ahí se ve perfectamente cómo un antropólogo español puede estar totalmente alienado en relación a su propia historia disciplinar. Al hablar en un apartado sobre “El antropólogo como héroe” aparece ahí esa noción de “realismo etnográfico” que yo ya había trabajo cuando hice la comparación entre Malinowski y Benedict.

Al revisar el artículo de Marcus y Cushman (2008), de un volumen editado por el ácido Carlos Reynoso, lo primero que me sorprende es que los autores pasan de titular “realismo etnográfico” a hablar de “etnografía realista” sin rasgarse las vestiduras. Cualquiera puede llegar a pensar en las consecuencias de la inversión de orden de los términos, donde a diferencia de las verdades matemáticas, “el orden de los factores sí altera el producto”. En el fondo, y como emerge de forma constante, los autores a lo que se oponen es a la idea de la “etnografía total”. ¿De qué “totalidad” hablamos? Igual de la noción de geist que afectaría  la escuela de cultura y personalidad.[17] No podemos concretarlo ahora.

Pero lo que esta claro es que Aranzadi y de Hoyos no asumen esas unidades –más allá de una noción de “pueblo” bastante compleja pro las dimensiones en las que se mueve-. Julio Caro, aparte de ser orgullosamente antisistemático, tampoco hablaba de totalidades –si no es que hay que analizar su obra de forma plural diferenciando fases y campos de trabajo-. E inclusive en la actualidad más reciente no vemos estos rasgos en la excelente etnografía de Narotzky[18] y Smith (2010).

Los antropólogos españoles, en buena medida por una “historia” hecha de forma “inmediata” –sin “tradición”- luchan contra muñecos de paja. Otro artículo intenso en estas lides es el de Verena Stolke (1993) con el subtítulo “¿Qué historias de qué antropologías?”: respondemos parcialmente, la antropología hecha en inglés o en francés, desde mediados del XIX en función de la institucionalización iniciada en Estados Unidos y potenciada por los imperios realmente existentes hasta los virtualmente existentes en la actualidad –Common Wealth, Estado Unidos, etc.-. Ello no implica que lo representado agote la realidad: nuestras antropologías son muy ricas, la pena es que se viva a espaldas de ella y cuando se importen trabajos sea para discusiones literarias donde todos hemos terminado hablando de roll, performance o embodiment.

b.      Modelos, métodos y técnicas

La autora (2013: 47), en síntesis, se sitúa a sí misma entre la economía política, la interpretación culturalista y la antropología medica critica. Le economía política procura quedar absorbida por el análisis de Scheper-Hughes y Lock las cuales advierten con respecto a la negativa metafórica de Sontag:

si Sontag se muestra preocupada con la peligrosa tendencia de transformar enfermedades orgánicas (como el cáncer y la tuberculosis) en metáforas poéticas, nosotras queremos mostrar los peligros de convertir metáforas (como «esquizofrenia», «depresión» y dolor crónico idiopático) en enfermedades.

(Scheper-Hughes y Lock; 1986: 138 en Di Giacomo, 2013: 62)

En lo particular, aprovecho para considerar que este punto es el clave y creo que el más adecuado si se quiere tomar una postura intermedia: en cada bloque se ejemplifica con casos distintos. En buena media, lo que me parce es que estamos ante el problema de aplicar modelos para casos a los que no les corresponde, en una cierta emulación de las políticas de desarrollo.

Siguiendo, Di Gaicomo (idme: 64) considera que:

No está del todo claro que mediante una noción de enfermedad entendida como «código metafórico» de dislocación social y política pueda conseguirse el objetivo de desarrollar una antropología médica crítica capaz de sintetizar la interpretación culturalista y la economía política, o empoderar a los enfermos.

 Y es que a nivel factual (idme: 67):

Stephen Tyler (1986: 135) nos advierte que «la función crítica de la etnografía deriva de que hace de sus propios fundamentos conceptuales parte de la cuestión, no de pregonar maneras alternativas de vivir como instrumentos para lograr una reforma utópica».

Y es que la misma autora advierte que la “literatura científica está repleta de elegantes análisis teóricos completamente desacertados” (idme.: 41). No obstante, como hemos visto antes, la autora no deja de hacer un constante análisis retórico:

Sus argumentos están expuestos en un lenguaje científico —utilización de construcciones impersonales y voz pasiva (cf. Anspach, 1988)— y en el formato característico del informe de resultados científicos propio de los diarios médicos, todo lo cual dota al artículo de un aura de factualidad y plausibilidad biomédica.

(Idme.: 50)

Y esto en la crítica a un artículo de LeShan que podría haber sido perfectamente desarticulado a nivel metodológico y teórico, peor no, nos quedamos con su retórica. Y es que aunque la autora tiene la tentativa de reconocer al dimensión bilógica de la enfermedad, no puede dejar de ver “la vivencia de X” como un puro proceso interpretativo, el cuerpo no metafórico desaparece:

La vivencia del cáncer no se limita, para nadie, a la proliferación descontrolada de células anormales. La experiencia humana siempre pasa por estructuras metafóricas, culturalmente construidas y socialmente reproducidas, que dotan de significado a la experiencia.

Y nadie niega esto que afirma Di Giacomo (ídem.: 49-50), pero sí que de forma efectiva, en su ensayo, experiencia es equivalente a interpretación: desde el planteamiento antropológico, pasando por su análisis factual, hasta la noción inscrita de epistemología.

c.      ¿Epistemología o gnoseología?

Me parece que hay dos conceptos finales que son relevantes en el artículo e Di Giacomo: vivencia o vida y poder.

Los dilemas entorno al poder del científico, en realidad, no son anda nuevos. La idea de que existe una responsabilidad y una obligación para con “el saber” es más que antigua y se ve, fácilmente, representada en los sabios itinerantes o en los eremitas. No obstante aquello, el estudio de la ciencia por parte de las ciencias sociales puso en el centro estas relaciones de poder. Rabinow hizo sus pinitos al analizar su experiencia en Marruecos, pero los dos grandes autores en ello son Bourdieu y, reconocido por al propia autora (idme.: 43), Foucault.

Los dos autores, nos parece, son muy diferentes y cada cual ha hecho sus aportes a las actuales confusiones, no queda espacio para entrar en ello con detalle. Pero fijémonos en qué considera Rabinow epistemología: “como estudio de las representaciones mentales en una época histórica determinada” (1991: 321). Esta noción es fundamental para el proyecto de Marcus (1991: 357):

introducir una conciencia [¿practica?] literaria en la práctica [¿conciencia?] etnográfica, atendiendo a las diversas vías en las cuales puede procederse a una lectura, y merced de a las cuales puede verificarse la escritura.

 Esto engarza con todas esas reflexiones sobre la mismedad que debe poder augurar la etnografía… asi es comprensible que D Giacomo, pero en general otros profesionales, opten por la autoetnografía como herramienta de trabajo de campo:

la autoetnografía es una herramienta poderosa para el autoconocimiento, lo cual puede tener un impacto muy positivo entre miembros de grupos que por su situación de desventaja –tales como las mujeres, los grupos étnicos y religiosos minoritarios, los más pobres y personas con discapacidad– no han expresado su propia voz.

(Elis, Adams y Bochenr; 2019: 10)

Y es que si decíamos que vivencia es otro de los nódulos irremediables para la autora, cabe recordar que para esta el antropólogo, por su reflexividad, también es un sujeto político –o puede devenirlo-, o un sujeto de acción que desborda un roll de antropólogo o de etnógrafo más bien. Pero aquí, creo, confunde lo que es el campo de trabajo y, en especial, las herramientas. De forma sintética Camprubí, en un brillante artículo, explica:

[…] las ciencias ya no son los contenidos del mundo representados en la mente de un sujeto. Son un tipo especial de operaciones sobre categorías de la realidad preparadas por milenios de operaciones técnicas. Y la filosofía de la ciencia no es epistemología: teoría del conocimiento entendido como relación entre un sujeto y un objeto. Es gnoseología: teoría de las relaciones especiales que se establecen entre los múltiples componentes de una ciencia (máquinas, signos, aparatos, mapas, memorias, referenciales físicos, congresos y teoremas).

(Camprubí; 2010: 40)

Esto en buena medida es lo que nos parece, más allá de las relaciones de poder que tiene la antropología anglosajona y sus tradiciones, a nivel teórico: confundir la epistemología (la relación objeto sujeto en el campo de trabajo) con la gnoseología (donde sí se imbrican esas alarmantes relaciones de poder). No obstante Di Giacomo no usa la palabra gnoseología en todo su artículo –es más, no aparece en todo el volumen dedicado a métodos, lo cual es descriptivo del paisaje al que nos abocamos-. Como advierte Bueno (2010), epistemología y gnoseología son dos conceptos enredados el uno en el otro por sus desarrollos y usos efectivos, al igual que por las permanentes “confusiones” filosóficas. No obstante, creemos en este artículo de Di Giacomo, y en especial su apuesta por la utoetngrofai (Di Giacomo, 2019), son sintomáticos de la degeneración a la que conduce el vaciamiento de:

-          Historias no hegemónicas de la antropología

-          Una confusión del sujeto epistemológico con al dimensión gnoseológica del mismo

-          La importación inmediata por tradición de conceptos como body, performance, roll o embodiment.

-          Un debate filosófico segregado del antropológico y del sociológico

-          La confusión del “otro” sociólogo con el “otro” antropológico.

-          La recreación de tradiciones locales al son de la importación/imposición de los hegemónicos globales

-          La renuncia a la dimisión bilógica y física de la interacción corpórea de los objetos y los sujetos

Debía haber un último apartado dedicado a la muerte de la antropología, su crisis desde los años 70, y este tipo de panoramas etnográficos y antropológicos. Creemos que, no obstante, puede verse de forma relativamente clara los diferentes hilos de los cuales hemos ido tirando a lo largo de esta exposición.

Esta no es una trituración de la obra de DI Giacomo, más bien es un enmienda a la totalidad. La obra de di Giacomo, ni tan siquiera eso, este articulo –aunque lo señalado va más allá- no es un champiñón autónomo y autodetermiando. Pertenece a toda una serie de problemas y crisis apocales. Ni siquiera ella agota el campo de debates de la antropología de la salud, si bien tiene un fuerte arrastre en esta facultad –como todos los antropólogos que hacen un recorrido similar al suyo-. Hay muchos otros autores que sin ni haberla leído pueden llegar a concluinos similares, al igual que sus alumnos irán ocupando futuras plazas docentes –como efectivamente ya es una realidad-. Y a su vez, esos otros que ni han leído una página de Di Giacomo, también pondrán a sus discípulos en editoriales, revistas, congresos y cátedras. Creo que ello no nos favorece en ningún aspecto, pero no ya solo porque produzcamos mano de obra para exportar o para mercados laborales precarios, o porque parce ser que los problemas de sociabilidad del espacio urbano que llevan denunciándose desde los 70 son irrefrenables para ciudades como Barcelona y Madrid o Caracas o México y Buenos Aires, tampoco porque de forma efectiva esa supuesta “toma de voz” se hace tantas veces en otra lengua y cuando se escribe en español se hace “en petit comité” como reconocía Llobera (1999) o bien se hace dejando no los mejores artículo al catalán. Estas páginas no se orientan a todo ello, muchos otros y que conocen mucho mejor estos problemas ya lo han denunciado; se presentan a criticar la construcción de concomimiento antropológico y etnográfico que propone Di Giacomo en esa curiosa intersección en al que se coloca entre culturalismo, economía política y posmodernidad.

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[1] El artículo de Di Giacomo es un perpetuo cuestionamiento al amparo de cómo los pacientes de cáncer viven la teleología de su enfermedad: « ¿Por qué a mí? » .

[2] Esta es nuestra particular interpretación teórica de la posmodernidad. Desde otra perspectiva puede verse Reynoso (2016) y desde una perspectiva filosófica ver el célebre trabajo de Jameson (2012).

[3] “Foucault dilata el concepto estructuralista de discurso […] para incluir prácticas que no solo representan sino que constituyen el orden social”. (idem.: 43).

[4] Un buen ejemplo, vinculado al campo de la salud, es la alimentación como señalan Contreras y Gracia (2005: 56 y 57):

Ciertamente, McDonald’s, por ejemplo, aun siendo el primer restaurante mundial y la imagen de la homogeneización, se ha visto obligado a tener en cuenta las particularidades culturales en su introducción en los diferentes países del mundo, estableciendo estrategias de micro-diversificación para adaptarse a los gustos de los mercados locales [….]. Además del Big Mac, empiezan a aparecer platos «étnicos»: el contenido local en la oferta global. Así, en Gran Bretaña, McDonald’s ha intentado asimilar la comida hindú [india] con su McSpicy Burger y McChiken Korma y Vegetable Samosa y la africana con el McAfrica Burger, un bocadillo a base de carne, verduras y pan de pitia que, supuestamente, procedería de una receta de ese continente.

[5] Subrayado de Ronzón.

[6] No se nos malinterprete, no negamos los numerosísimos aportes de Esteva. Lo que más bien nos alarma es que para la mayoría de antropólogos españoles los otros dos autores no existen. En 5 años de formación, y esto es literal, nunca me han hablado de Panyella. De Julio Caro solo me han hablado 1 vez, fue Martínez Hernández y más centrado en Foster o Pit-Rivers. Esto sí que es poder y no epistemología. Afirmaciones del tipo “ha sido el introductor de la Antropología en el Estado Español” (Martínez y Prat; 1996: 7), son innegociablemente inaceptables.

[7]Bueno (1987: 31):

La “ilusión etnológica” se lleva a cabo, o bien negativamente –por la identificación intencional con cultural concebidas como exteriores a la nuestra- o bien positivamente, por una surte de interiorización de esas formas lejanas y primitivas en el seno de nuestra misma civilización, de tal suerte que sean las propias formaciones bárbaras las que, de algún modo, logran ser identificadas en nuestro propio campo: no será ya preciso salir de Francia para disponerse al descubrimiento del “buen salvaje”.

[8] Nosotros interpretamos que la mismedad es la traducción más próxima a la noción de self que se está manejando. Intuimos que aquí cierta literatura entre sociológica y psicológica importante, igual el labeling para la última y la teoría de roles sociales para la primera. Pero esto solo lo podemos apuntar sin consolidarlo.

[9] Atendiendo a las criticas de G. Bueno sobre el concepto de “reproducción”, proponemos este término.

[10] Pensamos aquí en el concepto acuñado por la economista feminista Maia Pérez Orozco.

[11] La extrema derecha hace un uso por otro lado igual de esencializado de estas estructuras y agrupaciones: todos están financiados por Soros o por Gates, todos buscan la destrucción de la sociedad occidental o –aun más vago si cabe- tradicional. Mi devoción a la Virgen es profundamente compartida por personas identificadas con colectivos LGTBI: esto le parece sencillamente imposible a cierta banqueta política (tanto la derecha como –y con la misma gravedad- a la izquierda [Cfr. DELGADO, Manuel (1993). Las palabras de otro hombre. Anticlericalismo y misoginia. Barcelona: Muchnik editores.]).

[12] Para “queeridad” la de  Menéndez Pelayo y sus Heterodoxos. ¿Pero quién recuerda ya lo qeu queer significaba antes de la revolución sexual? Algo semejante ocurre con la “densidad” enunciada por Geertz y su “thin description”, como criticara Llobera (1991: 34).

[13] Ver Ratzinger (1986).

[14] Si interesara, este trabajo permanece inédito pero lo publiqué en mi blog personal, donde lo he ido actualizando y ampliando. Puede leerse en: <<https://arturllp.blogspot.com/2019/03/sobre-bronislaw-k-malinowsky-y-ruth-f.html>>

[15] Y aun así, es importante recordar que Malinowski no fue testigo partícipe de todo lo que etnografió.

[16] Igual que en el presente posmoderno, ello también se debe a las conexiones con el contexto más amplio de la misma antropología -¿Quién no vería las concomitancias con el trabajo de R. Barthes sobre las dos sueptesa «críticas literarias», la positivista y la interpretativitsa?-. Aranzadi sería un continuador fundamental del etnonacionalismo vasco fundado por el infame Sabino Arana –un machista y racista declarado y sin brillantez ni en su época-. No perteneciendo  un análisis de la antropología, sino más bien de la “historia de las ideas” aplicadas a la política puede verse el libro de Jorge Polo (2021).

[17] Por ejemplo Esteva Fabregat habla de “entender la pequeña comunidad de un modo integral o de totalidad” (en Colobrans, Martínez y Prat; 1996: 17 subrayado nuestro).

[18] Es interesante además que hemos sido particularmente críticos de forma pública con el trabajo de Narotzky. Ver Llinares (2020).

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