Umbrales rituales: liminalidad.
Tantas veces busqué con estos ojos
desde campo y colinas
y aun no divisaba su capricho
el alma melancólica.
Calladas fantasías velaban espíritu,
pero de pronto da un quiebro el camino
y se ve a la derecha la alta Catedral
de san Pedro, el Palacio Vaticano
y, más allá, esparcida como en
chozas,
la ciudad en el mundo conocida.
Así el largo camino quedó atrás,
¿al fin, al fin se avista la tan ansiada meta?
Me reconcentro
y siento la grandeza del momento,
en congoja disuelta
la imagen aun volátil, mientras tanto los viejos
y los nobles recuerdos
escapan ante el brío del presente.
Qué pequeño es el hombre,
qué tan pobre a la luz de la
abundancia.
Los edificios se nos aproximan,
se sienten como íntimos el campo y la montaña;
de los antiguos cuadros
va despertando en frescos colores la memoria:
he aquí el puente,
la calle de extramuros
y el agitado trote nos conduce
a la Puerta del Popolo[1].
Entramos, y ante mí
la plaza, el obelisco,
las tres calles con sus brazos abiertos,
pero me saca pronto del hechizo
una farola iluminando odiosa
el templo y el palacio…
Consuelo necesito,
me lanzo aprisa a hombros
de mis buenos amigos
y de mi enfado doy sonora
muestra.
Al pensar en los ritos de pasaje
es ineludible la metáfora del camino, que el caminante solo hace al andar. Si
en algún momento de la historia de occidente, al modo criticado por Said, se
han hecho caminos, deshecho y redescrito ese fue en el romanticismo.
Ciertamente de Vista primera de Roma, de Ludwig Tieck
(ver García, 2017, 246-249), no hacía falta exponerlo todo, pero lo último a lo
que aspira uno es a que lo acusen de falseador. Únicamente las dos primeras
estrofas nos son de interés, lo demás quede para el lector que no tenga que
hacer ningún trabajo u otro muy distinto.
La descripción que hace Tieck de
la entrada a la ciudad eterna es la culminación de un recorrido. En el
espiritualismo que caracterizó a muchos de estos autores, sino es que a todos
[como mínimo para ser un buen bohème],
era la idea de la metamorfosis interior ante la experiencia del tránsito en un
espacio, en un cuerpo y en un tiempo.
Emile Barraul en su obra a Los artistas: del pasado y porvenir de las
artes hizo reconocida una cualidad que aun a día de hoy persiste; el
artista como sacerdote del arte de la región del Arte. Pese a que podría
resultar apasionante dedicar estas tres páginas a inmiscuirse en
correspondencias, diarios, poemarios, novelas y novelitas del periodo; solo
busco dejar clara la relación que existe entre el romanticismo y el estudio y práctica
de la religión.
Los ritos de paso, célebremente
descritos y clasificados por Arnold van Gennep (2013), se emplean para el tránsito
de una etapa de la vida del hombre a otra. Ambas etapas están descritas o, como
dice Víctor Turner (1967), “estructuradas”. Así pues sabemos relativamente cual
es la diferencia entre una señorita y una señora, comprendemos la diferencia
entre una chica y una madre, entre un estudiante y un licenciado. La cuestión,
sin embargo, se desdibuja en el proceso intermedio. Los rituales, al comunicarse
con categorías abstractas como la tradición, lo sagrado, etc. siempre inducen a
confusión, como es el caso del sacrificio. Así pues la mujer preñada no es
madre, pero ya no es solo mujer; el graduando no es más estudiante pero aún no
ha alcanzado el grado de licenciado; la novia que desfila ante el altar se
aproxima a la consagración el matrimonio, ya no es una soltera, sus telas níveas así lo indician, pero hasta
que no haya un “si quiero” tampoco será desposada.
En estos momentos se produce una
gran tensión, nadie espera un “yo me opongo” en mitad de una boda, el aborto,
sea voluntario o involuntario, es incómodo para el entorno, etc.
Estos espacios son los liminales,
a título de van Gennep. Pero esta función no solo se encuentra entre los
hombres en un sentido abstracto. Se materializa, como ya hemos advertido,
espacios y cuerpos juegan con esto.
Un claro ejemplo de elementos que
señalan la entrada de un espacio a otro son las puertas de entrada. Un caso
claro a esto serían los Torii
japoneses. Constituidos por dos pilas y un par de vigas horizontales que les
unen suelen ser de color rojo. El motivo por el cual resultan tan interesantes
es porque no solo tiene porqué encontrarse uno solo, lo habitual a la entrada
de los templos, sino que se pueden ir sucediendo uno tras otro formando vías, usualmente
en jardines, envolviendo al viandante y manteniéndolo una suerte de limbo. Los torii sellan el mal, lo bloquean,
permitiendo así el transito del espacio laico al espacio sagrado.
Pero ante todo no se limita a una
presencia física, existen rituales, sean estos amplios o micro a la entrada de dichos espacios, gestos como descalzarse en
las mezquitas o coger agua bendita para persignarse al entrar en una iglesia
dan buena muestra. Así pues no hemos de confundir que la existencia de espacios
liminales no da cuenta por si mismo de toda su dimensión antropológica, se
exige el ritual, la celebración.
Estas relaciones entre estadios y
fases no solo se dan en los edificios:
Cualquiera que sea el modo de
representación, el cuerpo es siempre considerado como un lugar privilegiado para
la comunicación de la gnosis, del conocimiento
místico sobre la naturaleza de las cosas y el modo como ostras llegan a lo que
son.
(Ídem, 119)
Esto debe dar cuenta de dos
dimensiones importantes. Una de las consecuencias de esta relación dentro cosmos
y microcosmos es que al individuo no se lo deja de considerar como un activo en
estos rituales; entre una comunión de una veintena de chiquillos y la
coronación de un rey no hay mucha diferencia en este aspecto. El cuerpo es
sujeto de tratos especiales en estos momentos de tránsito, sean ablaciones,
circuncisiones, piercings, vestimentas o desnudos, pinturas, etc. Así pues
cuando aquí hablamos del cuerpo humano no generamos una disociación entre
individuo humano y cuerpo.
Algo interesante de esta relación
con respecto al cuerpo es que puede trasponerse con un plano superior, como muy
acertadamente señala Turner no son extrañas las representaciones que encuentran
en el hombre un plano de representar el cosmos o un territorio dado. Estas representaciones
no son ajenas a las caricaturas de ciertas regiones; recuérdense las
caricaturas de los estados. Pero este último caso solo nos interesa como
muestra palpable de la función de “lo pensable” que se encuentra es todo este
universo de presentaciones.
La liminalidad cruza regiones y
culturas porque se exige para su propia reproducción. Es la negación que valida
todas las afirmaciones de una cultura. Su no pertenencia permite repensar la
pertenencia y sus consecuencias. Es la anomalía que permite comprender y, ante
todo, cumplir con la norma.
Es en este sentido relevante que
tales rito de paso no dudan en comprender al hombre como un ser social pero a su
vez autoidentificado. El sujeto liminal atiende a las costumbres de su
comunidad, reflexiona entorno a ellas y puede preguntarse qué implica ser un
católico, un indio de las estepas o un yanomami. Pero deberá acatar su
entramado social, pues aun con su personalidad su identidad es social. En otros
términos[2]
pero con más autoridad y redondez así lo expresaba Erving Goffman (2008, 135-136):
La identidad social y la personal forman
parte, ante todo, de las expectativas y definiciones que tienen otras personas
respecto del individuo cuya identidad se cuestiona. En el caso de la identidad
personal, estas expectativas y definiciones pueden surgir aun antes de que el individuo
nazca, y continuar después de su muerte, es decir que existen, entonces, en momentos
en que el individuo carece totalmente de sensaciones y, por supuesto, de
sensaciones de identidad. Por otra parte, la identidad del yo es, en primer
lugar, una cuestión subjetiva, reflexiva, que necesariamente debe ser
experimentada por el individuo cuya identidad se discute. De este modo, cuando
un criminal usa un alias se desprende de su identidad personal; cuando conserva
las iniciales originales o cualquier otro aspecto de su nombre original esta,
al mismo tiempo, dando libre curso a un sentimiento de identidad personal. Es
evidente que el individuo construye una imagen de sí a partir de los mismos
elementos con los que los demás construyen al principio a la identificación
personal y social de aquel, pero se permite importantes libertades respecto de
lo que elabora.
ARTUR LLINARES PACIA
Bibliografía:
GARCIA, Juan
andres (ed.) (2017). Floreced
mientras. Poesía del romanticismo alemán. España: Galaxia Gutenberg
Van GENNEP,
Arnold (2013). Los ritos de paso.
España: Alianza
GOFFMAN, Erving (2008).
Estigma. La identidad deteriorada.
Argentina: Amorrortu
TURNER, Víctor (1967). La selva de los símbolos. España: siglo veintiuno
[1] Cuan
distinto de la apestosa y fea avenida descrita por Stendhal en su Paseos por Roma.
[2] En especial Goffman atiende aquí a la
gestión del estigma según el sujeto que lo sufre. Pero podemos atender a esta
descripción como el propio desdoblamiento que se produce en un individuo en
situación liminal.
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